Comentario
Sin duda, la contribución más importante en la etapa fundacional de la Academia procedió de Ludovico Carracci (Bolonia, 1555-1619), que a excepción de los juveniles viajes de estudio y una breve estancia en Roma (1602), más su presencia en Piacenza para decorar el Duomo (1607-08), trabajó siempre en su Bolonia natal. A más de las bien compuestas y amplias decoraciones al fresco, con asuntos mitológicos, históricos o literarios, pintadas en los palacios boloñeses Fava (1583-84), Magnani (1588-92) y Sampieri (1593-94), mano a mano con sus primos, Ludovico, fundiendo elementos venecianos y correggiescos, realizará principalmente cuadros de altar que oscilan entre un enfático rigor contrarreformista: Madonna deli Scalzi (1588) (Bolonia, Pinacoteca) o Virgen con San Jacinto (1594) (París, Louvre), y una patética y teatral religiosidad, ya plenamente barroca: Martirio de Santa Margarita (1616) (Mantua, S. Maurizio).Significativa de la línea de la Academia en sus inicios, es su Anunciación (hacia 1585) (Bolonia, Pinacoteca), sincera interpretación de la devoción postridentina y de las normas sobre contenido fijadas por Paleotti. Todo en esa pintura va dirigido a acentuar el carácter de familia con el que se concibe el suceso divino, dirigiéndolo hacia un público poco sofisticado doctrinal e intelectualmente con el fin de inspirar en su ánimo sentimientos de honda interioridad mística. Toda su producción sigue esa íntima y humana religiosidad, que no cae en el rancio devocionalismo. Valga recordar por su limpia luz de profundas sombras, que anuncian casi los claroscuros caravaggiescos, su Visión de San Antonio (Amsterdam, Rijksmuseum). O su Madonna dei Bergellini (1588), más solemne en la composición y cuya iluminación se rompe en fosforescencias, que anuncian la amplitud y patetismo de su madurez. Como sea, en cualquier obra (Sagrada Familia con San Francisco, 1591) (Cento, Museo Civico), se evidencia la misma constante devocional, las mismas dotes para comunicar sentimientos religiosos de raíz popular, lejos de ejercicios cerebralistas.Y ello, sin duda, porque Ludovico concibió el arte como un medio de comunicación de masas, manejándolo todo para atraer al fiel hacia sus pinturas y hacerle comprender su mensaje religioso, humanizando lo divino con habilidad mediante la representación simple de las cosas y de los efectos del hombre. En su obra se evidencian las palabras del cardenal Paleotti: que los pintores den a sus obras un "efecto guiado, a guisa de oradores, para persuadir al pueblo, para atraerlo a abrazar algunas cosas pertinentes a la religión". Por eso, su limitado talento, prendido en las redes de su austera y sentida religiosidad personal, no quiso (quizá, no hubiera sido capaz) diversificarse o experimentar lo novedoso. Tal vez por eso (aunque, desde que sus primos abandonaron Bolonia, se consagró del todo a la enseñanza en la Academia), su poso entre los lncamminati fue, ciertamente, el de un probo maestro. Con su muerte también murió la Academia, que al poco cerraría sus puertas.Su primo Agostino (Bolonia, 1557-Parma, 1602), hombre sensible y cultivado más que artista creador, fue, en cambio, por el carácter doctrinal de su temperamento, el teórico y animador dialéctico de la Academia. Su temprano viaje a Venecia (1582) se convirtió, gracias a sus grabados según las obras de los pintores vénetos, en un estímulo determinante para los Incamminati. Inclinado a las letras, sus amplios conocimientos de la mitología le permitieron ayudar a su hermano en la decoración de la Galería Farnesio (Céfalo, Galatea) de Roma (1597-99) y decorar una sala del Palazzo del Giardino, de Parma (1600-02).Su posición como pintor no difiere mucho de la de Ludovico, pero sin ser capaz de plasmar ni el sentimiento religioso del primo, ni de alcanzar la fantasía poética de su hermano Annibale. Muy diestro en la reelaboración de elementos ajenos, sus orgánicas composiciones, hechas en estilo acabado y frío, acusan un carácter narrativo y monumental. Su Comunión de San Jerónimo (hacia 1592), la obra perfecta para Malvasia, que la calificó de un "concertato misto", une la claridad correggiesca con el tonalismo véneto, pero su Cristo y la mujer adúltera (Milán, Brera), posterior en fecha, declara su deuda con la monumentalidad clásica y los prototipos rafaelescos.Pero es su actividad de hábil y fecundo grabador (con más de 350 planchas) la que mejor refleja su personalidad y talento, ya que en el grabado sobre cobre encontró la técnica más adecuada a sus capacidades analíticas. Mediante la reproducción de composiciones de Buonarroti, Zuccaro, Correggio, Barocci, Tiziano, Tintoretto, Veronese, Campi .... verificó la herencia del Renacimiento. El grabado le facilitó estudiar el diseño y la estructura de la obra copiada, racionalizar el color y la luz que debía reducirlos a una relación lineal, mediante el dibujo, de una serie de puntos, líneas y tramas. Pero, además, la función difusora del grabado le brindó un medio de propaganda eficaz y de profunda resonancia a la hora de divulgar entre los artistas sus experiencias y conocimientos, acercar obras ejemplares, temas y notas figurativas a las clases de la Academia y enriquecer la formación de sus miembros, así como difundir los ideales académicos más allá de Bolonia, manteniendo su influjo a través del tiempo.Sin embargo, aun reconociendo el alto nivel, técnico y formal, alcanzado por Agostino en su importante conjunto de estampas grabadas, su producción, como su obra pictórica, es más un ejercicio discursivo que una vivencia poética. No es extraño que Annibale le reprochara sus sutiles disquisiciones y que, contra su intelectualismo, le espetara: "Nosotros, otros Pintores, debemos hablar con las manos" (Malvasia).